Si hoy fuera mi último día corriendo pensaría que no, que ni de coña; que correr no es lo más importante del mundo, faltaría más, ni el universo gira alrededor de mi zancada, pero van muchos años calzándome las zapatillas y acomodando mis horarios en torno alrunning; décadas enteras yendo y regresando en ese tiempo particular que mide mi cronómetro, evadiéndome desde el segundo cero hasta la frontera de mi fatiga en una singladura que me serena y me restablece; que, en cierta forma, me reconcilia con el mundo.
Si hoy fuera mi último día corriendo me negaría a creerlo, igual que el trabajador fiel no asume -ay, tantos años currando en balde- que le aparten de su querida empresa. Porqueel atleta, incluso el atleta ocasional, es un jornalero que adora su jornada, un galeote feliz, un asalariado generalmente sin salario a menos que usted sea, por supuesto, el mismísimo Kenenisa Bekele, en cuyo caso este artículo no le incumbe, se lo digo con todo el respeto que merecen sus medallas y récords, se dirige más bien -ya sabe- a esos románticos que mueren estúpidamente enamorados de su anónima misión deportiva.
De modo que si hoy fuera mi último día corriendo me resistiría con uñas y dientes, como si me estuvieran arrebatando una posesión preciosa; clamaría justicia para que me dejaran cumplir con mi calendario de carreras, encrucijada de fechas, lugares y distancias donde volverse un poco mejor, pero sin abandonar, por supuesto, el pelotón de los peores. Protegería el encaje de bolillos de mi plan de entrenamiento, milimétricamente adaptado a obligaciones laborales o domésticas. Y lucharía por mi derecho a sentir otra vez la velocidad de caracol de mis cambios de ritmo, el oasis de mis recuperaciones, el trote suave por la hierba tras unas buenas series que sólo recordaré yo.
Y con todo mi ímpetu de fondista chiflado, pugnaría por evitar que llegara el entrenamiento postrero.
Además, menudo dilema, ¿qué sesión encajaría como estertor o último aliento? ¿Un interval, un fartlek, un rodaje? Sólo por el quebradero de cabeza, sólo por la ignominia de obligarme a decidir, me buscaría la vida para burlar la retirada.
No importa que vinieran lesiones, enfermedades, privaciones. Daría la gran batalla. Me convertiría en un vendaval de supervivencia. Y lo haría igual que un corazón roto se resiste con fe ciega al saber que no habrá mañana, que se termina lo bueno ¡hay que joderse! cuando más te estaba gustando. Porque correr nunca o casi nunca lleva a unos Juegos Olímpicos pero, aviso a navegantes, ayuda a mantener el equilibrio en este mundo de arenas movedizas.
Si hoy fuera el último día corriendo díria que no, hombre, que no; corriendo me he divertido, he conocido gente, he viajado, he adquirido un hábito que me enorgullece, y menos lobos con mi pasión, Caperucita; que tras unos cuantos miles de kilómetros estoy descubriendo la verdadera fórmula de la felicidad, o sea: muchísimo esfuerzo inútil, muchísimas pero que muchísimas decepciones, y unos raros, escasísimos momentos de haber dado lo mejor de uno mismo, de estar sintiendo la vida por todos los poros de la piel. Quede dicho para siempre que no quiero renunciar a esa dulce felicidad imperfecta.
Así que, cuidado, porque si supiera que hoy es mi último día corriendo, montaría un follón de tres pares de cojones, gritaría, me pondría hecho un loco. Digo más, prefiero que no me avisen; porque si lo hacen, como aficionado obsesivo, como atleta frustrado, como tortuga reumática, diré que nones, que no me apeo; que nadie me arrebatará el olor a tartán, el sonido de la lluvia sobre la ciudad, la atmósfera de los amaneceres y crepúsculos que he surcado, el crujido de la pisada, la ducha reparadora cuando todo vuelve a la calma.
Porque corro luego existo. Corro porque he convertido el arrebato en costumbre, en una constante que no cambia aunque cambien otras cosas mías. Corro porque los atletas trascienden el hecho de correr. Corro porque si parase, mi historia no sería exactamente mi historia, ni tú serías tú. Corro para construir un estilo de vida, una obra íntima que no tiene sentido sin ayer ni mañana, y que seguiré construyendo mientras me acompañe la salud para alcanzar, entre jadeos y sudores, el estímulo que ningún sedentario conoce; esa plenitud que se siente al volver fortalecido, tras una sesión, del adorable infierno que existe en el límite de tus propias fuerzas.
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